miércoles, agosto 3

Sinfonía de un abrazo

......Afuera, la lluvia no cesaba de limpiar el aire de la ciudad. En la sala, tras la ceremonia a la que asistí, se aparecieron ellos, eran como once si no mal recuerdo, todos vestidos de negro. Tomaron sus lugares y en un instante la música comenzó a mecerse en el aire como hoja de otoño paseando con la brisa hacia un final inevitable. Ella lucía como inmersa en un sueño, recostando la cabeza en su lecho de madera. Las vibraciones llegaban a mis rodillas y a mi pecho como atraídas por una fuerza invisible; se escurrieron desde los hilos de metal hasta el suelo, donde se arrastraron sigilosamente colándose por las butacas hasta atravesarme la planta del pie, pasar por mi peroné para luego acomodarse en mi rodilla; de ahí, brincaron a mi estómago provocándome una punzada que mi boca convirtió en una sonrisa. Me era inevitable no anclar la mirada en ese calculado movimiento de sus dedos sobre las cuatro solitarias cuerdas de su cello. Su mano derecha tomaba el arco como si fuera un cuchillo con el que cortaba el silencio para hacerlo estallar en un grito delgado y armonioso. Sus ojos no parpadeaban, tan sólo se mecían de norte a sur para traducir los signos del papel en el atril en un sonido parecido a un hechizo. El brillo de sus ojos ponía también algo de luz a su arte. Y parecía que no respiraba, el frágil movimiento de su piel a la altura de su abdomen delataba sólo un nivel alto de concentración y una paz inmensurable. Por unos segundos, era como si en la sala aquella, fuéramos sólo ella, su violoncello y yo. Las notas seguían flotando en el aire, como zapatillas de mujer, y su rostro era como una fotografía de la música atrapada en un frasco de cristal. Con el brazo del cello descansando sobre su hombro y su mano izquierda acariciándole las venas a su cómplice, el poco aire que emanaba de sus pulmones parecía llevar algo de magia a todo el espacio. Y ahí estaban ellos, atrapados en un largo abrazo, como si en un ahogado grito de placer, ella y su cello hicieran el amor, hasta llegar a la catarsis.
Así fue como dos amantes y un desconocido fuimos cómplices de una tarde, en aquel lugar donde la orquesta moría, mientras ella y yo renacíamos juntos flotando inmóviles sobre las cuerdas de su vida.
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*Dedicado a Paty Ivison
(Extraordinaria cellista, amiga y confidente)