Letras del ayer...
Me encontré esto en una vieja libreta que solía llevar conmigo en mis caminatas por Xalapa y de repente los recuerdos y la nostalgia se asomaron a mi vida. Memorias de buenos tiempos...
¿Persistiría el frío? Al dejar el Ágora, tras ver la película del ciclo francés, sólo rondaba en mi mente la presencia indiscutible del mañana. Afuera el frío y un desfile de abrigos, gorros, guantes y bufandas, que para cobijarse se aferraban a decenas de cuerpos desnudos, quizá porque la piel calienta mejor que una fogata o una lámpara de queroseno. En el cielo flotaban decenas de nubes espesas de dimensiones gigantescas. Un azul pardo halló un resquicio entre el gran alboroto de gases, dejándose ver y recordándome los milagros del infinito. Sentado junto a mí en la función estaba el maestro Emilio Carballido. La casualidad me hizo toparme con él una vez más. Lo vi marcharse con su lento andar en tres pies y esa mirada desde donde se asoma un pasado glorioso y mil y un mundos personificados por los más extraordinarios y humanos personajes. Siempre he admirado la dramaturgia de Carballido. Una vez, la suerte me llevó hasta la sala de su casa. El día que Veracruz le rindió homenaje por su trayectoria, durante una muestra nacional de teatro. Rodeado de artistas, un par de funcionarios y su familia, lo saludé y manifesté mi aprecio por su obra. El nuevo encuentro fortuito me recordó los días cuando las tablas y la ficción eran un incentivo de mi vida. Las temporadas de teatro en la universidad, mis compañeros actores, los ensayos y el cúmulo de posibilidades en las palmas de mis manos para la introspección y el descubrimiento. De la mano del recuerdo de esos antiguos sueños, caminé desde el centro hasta casa, como es mi costumbre. Canturreaba una melodía mientras que aquel idealista que solía vestirse con mis ropas me sonreía desde un pasado no muy lejano, como augurándome un mejor porvenir. Ya en mi colonia, el camino empedrado se presentó ante mí como tablero de ajedrez, atento a que yo decidiera mi siguiente movimiento. El poco ruido de la ciudad llegaba a mí a borbotones. Y sí, el frío persistía. Aún así, retazos de aquellas ilusiones se pegaban a mis huesos y como choques eléctricos me devolvían por instantes a la vida. Y aunque las tablas ya no forman parte de mis aspiraciones, recordar aquellos días, me hacia aceptar lo que es por fuerza aceptable, la inminente transición del tiempo y la existencia de mi futuro, donde no queda más remedio que vivir....
¿Persistiría el frío? Al dejar el Ágora, tras ver la película del ciclo francés, sólo rondaba en mi mente la presencia indiscutible del mañana. Afuera el frío y un desfile de abrigos, gorros, guantes y bufandas, que para cobijarse se aferraban a decenas de cuerpos desnudos, quizá porque la piel calienta mejor que una fogata o una lámpara de queroseno. En el cielo flotaban decenas de nubes espesas de dimensiones gigantescas. Un azul pardo halló un resquicio entre el gran alboroto de gases, dejándose ver y recordándome los milagros del infinito. Sentado junto a mí en la función estaba el maestro Emilio Carballido. La casualidad me hizo toparme con él una vez más. Lo vi marcharse con su lento andar en tres pies y esa mirada desde donde se asoma un pasado glorioso y mil y un mundos personificados por los más extraordinarios y humanos personajes. Siempre he admirado la dramaturgia de Carballido. Una vez, la suerte me llevó hasta la sala de su casa. El día que Veracruz le rindió homenaje por su trayectoria, durante una muestra nacional de teatro. Rodeado de artistas, un par de funcionarios y su familia, lo saludé y manifesté mi aprecio por su obra. El nuevo encuentro fortuito me recordó los días cuando las tablas y la ficción eran un incentivo de mi vida. Las temporadas de teatro en la universidad, mis compañeros actores, los ensayos y el cúmulo de posibilidades en las palmas de mis manos para la introspección y el descubrimiento. De la mano del recuerdo de esos antiguos sueños, caminé desde el centro hasta casa, como es mi costumbre. Canturreaba una melodía mientras que aquel idealista que solía vestirse con mis ropas me sonreía desde un pasado no muy lejano, como augurándome un mejor porvenir. Ya en mi colonia, el camino empedrado se presentó ante mí como tablero de ajedrez, atento a que yo decidiera mi siguiente movimiento. El poco ruido de la ciudad llegaba a mí a borbotones. Y sí, el frío persistía. Aún así, retazos de aquellas ilusiones se pegaban a mis huesos y como choques eléctricos me devolvían por instantes a la vida. Y aunque las tablas ya no forman parte de mis aspiraciones, recordar aquellos días, me hacia aceptar lo que es por fuerza aceptable, la inminente transición del tiempo y la existencia de mi futuro, donde no queda más remedio que vivir....
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